(Publicado en la Revista Escuela, 17 dic 2007)
Jaume Martínez Bonafé.
Creo que viajamos poco, o nada. No, no me refiero a esos viajes a lejanos países exóticos -¿existen todavía los países exóticos?-. No me refiero al consumo de viajes organizados habitualmente por las grandes agencias del ramo. No, es otro el tipo de viaje que echo de menos entre nosotros. Es un viaje mucho más cercano, es el viaje al otro lado. Cruzamos el puente, salimos de la ciudad, atravesamos el bosque y estamos en el otro lugar, en el otro pueblo, en la otra ciudad. A veces ese otro lugar se divisa desde la ventana. Yo les voy a confesar que en ocasiones cierro el libro, miro a través de los cristales y me parece que unas manos allá en el otro lugar se agitan y me saludan invitándome a salir.
En ocasiones me he aventurado por esas otras geografías. Recuerdo que una de las veces llegué por la noche y estaba la gente charlando alrededor de una gran hoguera. Aquel lugar parecía escapado de un cuento y de hecho moderaba la conversación un hombrecito pelirrojo con mostacho y coleta como Asterix. Luego me enteré que era el maestro. Estaban discutiendo sobre lo que valía la pena ser enseñado; creo que la pregunta se refería a cuál era el saber socialmente necesario. Se produjo una acalorada discusión entre el panadero y la conductora del taxi sobre el sentido de las palabras. Se preguntaban para qué debían servirnos las palabras, y las llamas de la hoguera encendían las miradas de la escucha en aquel círculo ciudadano. A mi en ese pueblo hay rostros que me resultan familiares. Hay un hombre que dice que a ningún niño le gusta que le manden y yo diría que es Freinet, por como lo argumenta, digo.
El caso es que, como les decía, creo que viajamos poco. Yo en mil novecientos setentayalgo llegué hasta Ecotopía, que era un país muy divertido, habían plantado árboles en medio de las autopistas y estaba gobernado por mujeres. Una vez quisieron invadirlo los del Imperio con helicópteros y la gente les tiraba hondas como las de David en las aspas, y los cacharros se caían, y tuvieron que desistir. Recuerdo que los semáforos los habían programado viejecitos y cuando los niños o las niñas querían jugar al futbol o a cualquier otra cosa, cerraban la calle con un cartel que decía: disculpad las molestias, estamos jugando para vosotros. Yo creo que por allí debió pasar Tonucci. En otra ocasión fui a un lugar donde no había escuelas porque toda la ciudad era un comprometido proyecto educativo. Por ejemplo, a nadie allí se le ocurría montar escaparates sexistas porque cualquiera le advertiría de lo inapropiado. Y lo más parecido a las escuelas era algo así como talleres para aprender a problematizar la vida cotidiana, aprender del intercambio de experiencias y desarrollar una relación de reconocimiento en los otros y las otras. Los niños y las niñas se llamaban a sí mismo investigadores y estaban todo el día hurgando en sus propias curiosidades. Me llamó especialmente la atención el gran rendimiento que les sacaban a los mp3, los teléfonos móviles, los ordenadores portátiles, el correo electrónico, el messenger y toda la cacharrería telemática. Creo que sin todos esos artefactos no podrían hacer la mayor parte de su trabajo formativo.
Bueno, como me he animado, voy a contarles algunas otras cosas sorprendentes de los lugares que he visitado. Por cierto que, ahora que lo pienso, quizá sea eso precisamente lo que me invita a escaparme por la ventana hacia estos otros lugares, la posibilidad de la sorpresa, de encontrar nuevas palabras, nuevos relatos, nuevas experiencias, nuevos personajes, nuevas posibilidades, nuevos mundos. Recuerdo un barrio en el que las palabras autonomía y sujeto orientaban la mayor parte de las prácticas sociales. Allí estaba la plaza de las biografías, donde la gente se reunía a aprender con las vidas y de las vidas. Guardo como un tesoro un libro que conseguí en aquel lugar gracias al Banco del Tiempo: enseñé a hacer mermelada de tomate -con su cortecita de limón y el pedacito de canela- y a mi me dieron a cambio El primer hombre, de Albert Camus. Había un curioso juego que practicaban todos, niños y niñas, personas mayores, electricistas, cantantes, padres y madres. Se llamaba hacerse visibles, y consistía en acudir a un sitio en el que se abría la controversia y el debate, y cada cual argumentaba desde su particularidad y su diferencia. Una vez le pregunté a un arquitecto por qué en ese lugar no habían aulas con hileras de bancos atornillados al suelo, como en la Facultad de Educación en la que yo trabajo, y me contestó que allí nadie tenia nada que dictar. Que en ese lugar la educación era una experiencia de relación construida entre todos.
Pero ya les digo, viajar, viajamos poco. Un día escribí para un diccionario el vocablo Utopía y me di cuenta que hasta llegar allí quedaban todavía veintitantas letras. Menos mal que por allá al principio estaba la e de Esperanza.
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