Mi primer día como maestro de escuela[1]
Jaume Martínez Bonafé
Nunca olvidaré mi primer día como maestro de escuela. Llegué puntual, con mi camisa a cuadros, la chaqueta de pana negra, una poblada barba y melenas, y cargaba en el corazón una mochila repleta de pedagogía libertaria. Eran los años 70, y yo venía de los combates en la Escuela de Magisterio de Valencia porque aquello dejara de ser un reducto de la escolástica y el autoritarismo pedagógico, y de los combates en la calle porque el país dejara de ser un reducto del fascismo sociológico. Así que, como podrán imaginar, mi primer día de escuela era también una ventana nueva a la esperanza de la regeneración social; una nueva ilusión y una nueva apuesta por el sujeto protagonista de la transformación social.
Como seguramente hacen todos los maestros, me presenté. Yo soy Jaume, estoy aquí para ayudaros a crecer en libertad, no habrán libros de texto, no haré exámenes, no habrán premios ni castigos, tenéis la voz y la palabra, esto es una asamblea permanente, traeré una imprenta, publicaremos nuestros propios textos y dibujos, y viajaremos para que la luz de la calle ilumine nuestra capacidad de mirar con ojos críticos. Y etc, etc. El cole era un cole concertado, de esas academias de barrio reconvertidas, situado en un barrio obrero en el que los déficit de oferta pública se cubrían a base de la concertación con pequeños empresarios de la educación. Me sorprendió en la hora del recreo que el profesor de matemáticas me tomara del brazo para ir a tomar un carajillo al bar; luego entendí que era una pieza clave en aquella escuela: además de las matemáticas, era el entrenador del equipo de fútbol, y eso le otorgaba una autoridad especial, el equipo iba bien, la publicidad de la escuela, por tanto, iba en aumento, y los padres le querían porque ganaba partidos. En clase, me contaron que daba capones, otorgaba las notas también en función del esfuerzo futbolístico, dejaba caer la ceniza del cigarro sobre las raíces cuadradas de los alumnos, y convertía en invisibles a las alumnas. En las primeras horas de la tarde se produjo un primer altercado en la clase, con voces y gritos, empujones e insultos. Yo trataba de buscar acuerdos cuando entró el profe de matemáticas y dando un grito dejó a todo el mundo quieto y en silencio. Después una niña me diría que a este maestro sí le hacían caso, porque pegaba, y que aprovechaban los momentos de libertad, que yo otorgaba, para expresar todo lo bueno o lo malo que llevaran dentro. Y que yo lo que debía hacer era castigar y pegar, que había niños que eran muy malos.
Así fue transcurriendo el día hasta que llegó la hora de decir hasta mañana. Entonces el director y dueño de la escuela me dijo que un momentito y que pasara por su despacho. Se sentó frente a mi y me habló de esta manera: a partir de mañana aquí adentro tu serás Don Jaime, y nada de Jaume; llevarás estos libros de texto y harás exámenes. Ojo con que nadie se desmadre y a ver si aprendes a imponer el orden y la autoridad. Fíjate en las otras clases, nadie chista, pues en la tuya lo mismo: no deberá oírse ni el vuelo de una mosca. Y atención al vestido: en la calle puedes ir hecho un guarro, pero en esta escuela la corbata es importante, y peinarse como dios manda, también.
En fin, hoy, claro, tengo recursos, estrategias, una larga experiencia didáctica –han pasado más de treinta años!-, un empoderamiento profesional y una capacidad de autonomía de la que entonces carecía. Aquel día solo pude salir corriendo hacia las sendas que atravesaban la huerta, apretar los puños y llorar, llorar mucho y con mucha rabia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario