domingo, 24 de agosto de 2014

Pedagogía de la desobediencia



El mundo está cada vez más colonizado por normas administrativas y jurídicas que regulan el conjunto de actos de nuestra vida cotidiana. Habermas explica muy bien como la generalización de las acciones instrumentales poco a poco anula la posibilidad del diálogo, la comunicación, y el entendimiento entre los sujetos; un modo de colonización del mundo de la vida por el que cada vez tenemos menos espacios de libertad para la expresión y la construcción social autónoma. Un proceso de tecnoburocratización de la práctica donde la derivación económica o administrativa nos somete a una lógica instrumental absolutamente despersonalizada.

En los últimos años, el incremento del salvajismo económico y las nuevas tendencias totalitarias en los Estados, traducen un sistema de institucionalización y control que hace mucho más difícil que los elementos que estructuran el mundo de la vida -cultura, sociedad y personalidad- gocen de autonomía suficiente para su pleno y equilibrado desarrollo. Cualquier posibilidad de conciencia crítica queda mermada por un forma de socialización basada en el incremento de la norma administrativa y jurídica.

Esa colonización de la vida por la norma alcanza también a la escuela, el instituto o la universidad. Y desde luego, también a las calles y plazas de la ciudad. En fin, al conjunto de espacios y tiempos, institucionales o no, en los que construimos nuestra identidad y socialización. La regulación constante de la vida por la norma se produce, sin embargo, de un modo aparentemente banal, poco transcendente, irrelevante, de modo que penetra en la cultura, el tejido social y las percepciones subjetivas de manera sutil, haciendo más difícil la respuesta crítica.
  
Pongamos un ejemplo. Me irritó que de un día para otro me dijeran que tenía que "programar por competencias" (hacía cuatro días que nos habían dicho que todos teníamos que ser constructivistas! y ahora regresaban a los objetivos operativos con otro nombre) Protesté la imposición de esa norma, pero ciertamente éramos bien pocos y, desde luego, yo continué programando pensando sobre todo en la calidad y el sentido de las actividades que proponía en el aula. (Quizá sea necesario añadir que, en el área de conocimiento que yo cultivo, Didáctica y Organización Educativa, ya desde los años 80 venían produciéndose investigaciones y tesis doctorales que mostraban el fallido intento cientifista de la programación por objetivos). Y explicaba allá donde podía mi negativa a programar según un modelo impuesto de un modo burocrático, porque una de las características, a mi modo de ver, de la desobediencia es su carácter público, dejando testimonio de una conciencia política que busca en la confluencia con los otros la posibilidad del cambio.
Meses más tarde me dijeron que una de las innovaciones del proceso de Bolonia en la universidad era que el alumnado debería firmar sus asistencia al aula. Era realmente ridículo ver a los estudiantes firmando sobre un papelito puesto a la entrada. Yo protesté y me negué a una práctica institucional que pretendía hacernos creer que alguien esta realmente en el aula porque firme un papel. Siempre he creído que se está de verdad cuando la mirada, el corazón, la razón, el deseo, están vivos dentro de esas cuatro paredes, y eso no ocurre porque calientes el asiento, sino porque realmente se ha podido encender la llama del deseo por una educación viva y activa, cosa que no depende de una firma. Sin embargo, veía asombrado a colegas depositando a la entrada del aula la cuadrícula para las firmas.  

Ahora me entero que en algunas escuelas quieren incorporar la firma digital entre el profesorado. Parecería increíble, si no estuviéramos asistiendo a ese tsunami del control y la norma. Tan increíble como cuando me contaron -de esto hace ya tiempo- que  el director y dueño de un colegio privado tenía conectados los interfonos a las aulas para enterarse de lo que ocurría allí adentro. Una especie de Gran Hermano antes de que el concepto orwelliano fuera pervertido por la televisión basura. En fin, pueden continuar los lectores la lista de despropósitos normativos. El proceso de colonización es constante y continuado. Lo diré de otro modo: cada día perdemos capacidad de autonomía, de creación de un sujeto docente con capacidad y voluntad para responder por sus actos. Nos dejamos hacer, y nos hacen a su manera y conveniencia.

Ante esa presión, política, sólo se me ocurre  una respuesta política: la desobediencia. Son muchas las luchas que se han ganado porque muchas personas han decidido no secundar la norma administrativa. Mirad, ahora mismo, la Plataforma de Afectados/as por la Hipoteca (PAH) y en general, todos los movimientos sociales que están enfrentándose a diferentes imposiciones administrativas y jurídicas. Cada día somos más, cada día con más fuerza y cada día se nos ha de tener más en cuenta. Y creo que esta desobediencia tiene una pedagogía, una forma de aprendizaje social que nos acerca, nos organiza, y nos empodera con saberes estratégicos. Es una pedagogía que nutre de conceptos y procedimientos a la educación pública, que la hace visible, que trabaja desde proyectos concretos con una clara intencionalidad practica y transformadora. Es una pedagogía con sujeto, desde el sujeto, desde el cuerpo, las voces y la experiencia viva de cada cual; pero es una pedagogía dialógica, porque es sólo desde el encuentro, la escucha y el diálogo con el otro diferente, que vamos tejiendo redes de acción y redes de poder. Y desde luego, es una contrapedagogía institucional o una pedagogía no institucional: todos los procesos institucionales de escolarización están pensados para seguir la norma, la rutina, la obediencia, la sumisión.

 Jaume Martínez Bonafé

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