(Aunque es un texto antiguo, que publiqué en Escuela en octubre 2009, me ha parecido oportuno recuperarlo aquí ahora).
Leo en la prensa del miércoles,
17 de septiembre, que “los docentes de Madrid darán clase en tarimas para tener
más autoridad”. ¿Cómo es posible? ¿qué miope y reaccionario concepto de
autoridad tienen los gobernantes de esa Comunidad? Al llegar a la Facultad
comento la noticia con mis colegas y me informan que hay alguna organización
sindical que ve con buenos ojos la medida. Y alguien que debe tener más
entrenamiento en la mirada sociológica añade que debe haber una considerable
masa social que aplaudirá esa propuesta legislativa. Dice la noticia, además,
que la presidenta de la Comunidad elevará el status jurídico del maestro al de
“autoridad pública”, al igual que un policía o un juez, de modo que gozarán de “presunción
de veracidad”, es decir, que “su palabra tendrá prevalencia sobre la de los
chavales”. Al sumergirme un poco más en el tratamiento mediático de la noticia
me doy cuenta que el circo está montado: unos que bien, otros que mal, y otros
que aprovechan lo del Pisuerga para dar caña: al maestro, a los padres. No hay
análisis ni respuestas estructurales, ciertamente, que la época no está para
esas seriedades analíticas. Se citan los
informes, y las estadísticas y, como casi siempre, “en España estamos peor”.
¿Qué nos está pasando?
No me puedo creer que nadie en
su sano juicio pedagógico pueda pensar que a un maestro o a una maestra sus
alumnos le van a otorgar un mayor reconocimiento y estima porque se suba un
escaloncito. En la práctica escolar y en la reflexión pedagógica el concepto de
autoridad refiere a una relación de reconocimiento, horizontalidad y apoyo
mutuo. Se confiere autoridad a alguien que desde su saber y experiencia nos
ayuda en nuestro desarrollo personal y en el crecimiento de nuestra autonomía
plena. Tiene autoridad el maestro o la maestra que construye una relación de
confianza, facilita el acercamiento personal y abre posibilidades a la
comprensión del mundo y de uno mismo en el mundo. Y en esa hermosa relación de
autoridad, por cierto, el maestro se educa profesionalmente y crece como
persona. Como pueden ustedes imaginar, eso no depende de estar subido a una
tarima; es más, la tarima lo dificulta, porque simbólicamente nos aleja –a los
docentes- del alumnado. Pero además, esa medida, tranquilamente anunciada a los
medios, es un provocador desprecio hacia un largo y esforzado proceso de
renovación pedagógica por el que poco a poco, día a día, muchos maestros y
maestras han ido dignificando la escuela pública que tan maltrecha nos dejó la
dictadura.
Aunque quizá se trate de eso, de
un regreso, de una vuelta a un modelo escolar autoritario en el que la voz de
mando no podía ser discutida. Un modelo jerárquico y antidemocrático en el que
el alumno obedecía sin rechistar al maestro, el maestro al director, el
director al inspector, el inspector, que se yo, al Jefe Local del Movimiento.
Quizá estén pensando el volver también al castigo físico, a los brazos en cruz.
Siempre ha habido comportamientos de indisciplina en las aulas y en ocasiones
se producen en algunos colegios situaciones conflictivas y transgresiones
violentas. Son hechos preocupantes, ciertamente, que exigen un modo de diálogo,
análisis y reflexión, que conduzca a revisar y modificar muchas de las cosas
que hacemos en las escuelas. Pero no para volver a propuestas obsoletas. Los
maestros que crean que subiéndose a una tarima van a ser más escuchados han
perdido la memoria. Todos y todas sabemos muy bien que el clima de atención y
respeto que pudimos vivir en el aula con nuestros maestros dependía en mucho de
su capacidad para aproximarse con inteligencia y afecto a las particulares
biografías, experiencias y deseos que, junto a la cartera con los libros de
texto, metíamos en el aula cada uno de nosotros.
No me resisto a contarles una secuencia de una hermosa
película L’école buissonnière,
realizada en 1948, en la que se escenifica la vida de Celestin Freinet. El
maestro llega a un pueblecito de montaña
y al anunciarse los fríos del invierno reclama al alcalde presupuesto para la
leña de la estufa. Como los dineros públicos no llegaban y el frío era intenso
un día el maestro decide, en asamblea con los alumnos, hacer añicos la tarima
del aula y alimentar con ella la estufa. Pues me parece una sugerente y
acertada metáfora.