(Por su interés, reproduzco la carta del coordinador de Entrepueblos/Entrepobles/Entrepobos/Herriarte )
Barcelona, 22 de agosto de 2017
Con esta carta queremos corresponder a los innumerables mensajes que no hemos parado de
recibir estos días de parte de nuestras amigas y amigos, personas y organizaciones, del
Estado español, de Europa y de América Latina/Abya Yala. Reconforta recibir esta calidez y
esta cercanía, esta “ternura de los pueblos” tan necesaria de sentir en momentos como este.
Sin embargo lo primero que debemos transmitirles es que, en justicia, todas estas muestras
de condolencia y solidaridad no nos pertenecen solamente a la gente de Catalunya. El hecho
es contundente, los datos oficiales confirman hasta 35 nacionalidades entre las 120 personas
heridas o fallecida: España, Italia, Portugal, Estados Unidos, Bélgica, Australia, Canadá, Reino
Unido, Irlanda, Turquía, Francia, Grecia, Holanda, Alemania, Austria, Hungría, Rumanía,
Macedonia, Taiwán, Cuba, Egipto, República Dominicana, Filipinas, China, Honduras, Venezuela,
Pakistán, Colombia, Ecuador, Kuwait, Perú, Argentina, Argelia y Mauritania (para quienes contamos
a Catalunya como nacionalidad, serían 36)! Y parece ser que solamente una de ellas era
residente en nuestra ciudad, una barcelonesa originaria de Argentina, a la que definen como
la sonrisa del mercado de la Boquería (situado en las mismas Ramblas).
En estos días las redes sociales han recuperado unas palabras con las que García Lorca,
pocos meses antes de su asesinato, definía Las Ramblas de Barcelona: “la calle donde viven
juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única calle de la tierra que yo desearía no se
acabara nunca, rica en sonidos, abundante en brisas, hermosa de encuentros, antigua de
sangre...”.
Pero ya hace tiempo que apenas quedan rescoldos esa calle que paseó Lorca en 1935. Ni la
que ebullió bajo y contra la dictadura de Franco en los setenta. Ha dejado de ser ese punto de
encuentro que formaba parte de nuestra geografía vital más cotidiana. Las citas en el
contiguo barrio del Raval, donde tienen su local varias entidades y colectivos sociales y
donde la Barcelona diversa sigue resistiendo los embates de la especulación, son lo que
principalmente nos lleva a atravesar las Ramblas. Cuando hay prisa, transversalmente y,
cuando tenemos algo más de tiempo, longitudinalmente, para observar por un momento con
los ojos del turista que llevamos dentro y, a la vez para recrear ese paseo a la vez burgués
del Liceu, popular del Raval, underground del Barrio Chino, transgresor y rebelde de las
manifestaciones y barricadas, festivo y siempre primaveral bajo el túnel de los plataneros,
etc., que agonizan, es decir, se resisten a desaparecer.
Ha conservado esos aromas para, poco a poco, convertirse en uno de estos escenarios
globales, alimento de Instagram, como en el Macchu Picchu, Tikal o las cataratas de
Iguazú..., solamente que en este caso está ubicado en la médula espinal de la ciudad. La
economía que la sustenta está cada vez menos vinculada a la dinámica local, y más cooptada
por el bussiness extractivo global, turístico-inmobiliario. La mayoría de las veces con
trabajos precarizados, más todavía tras la reforma laboral y con las nuevas modalidades de la
economía financiero-digital. Mientras, el discurso hegemónico nos hace creer que, sin todo
esto, sin cosas como la Sagrada Familia (esa gigantesca máquina de hacer dinero sin pagar
impuestos), el Mobile World Congress o sin ese mundialmente famoso club de fútbol, en
Barcelona moriríamos de hambre, porque somos incapaces de desarrollar otra economía.
Este ha sido, por tanto, y en muchos sentidos, un atentado contra todo el planeta. Por eso
eligió esas ubicaciones la extrema derecha narco-petro-yihadista y ultrapatriarcal de Daesh
(más allá de los ejecutores materiales). El pedacito de duelo superior que tal vez nos
corresponde es por este vínculo afectivo que mantenemos con el escenario y por el
sentimiento de vulnerabilidad que acentúa la cercanía del horror.
Pero tampoco podemos olvidar que este zarpazo que hemos sufrido, es solamente un
episodio más de un conflicto global, iniciado hace unas décadas, pero cada vez “in
crescendo”, en gravedad y en complejidad, de intereses y actores, por el control de las
materias primas en Oriente Medio y África. Las 15 personas que acaban de perder la vida en
nuestro país, las más de 130 que resultaron heridas, algunas aún en estado muy crítico, y
toda la gente psicológicamente traumatizada (incluyendo a las familias de los autores
materiales), son personas con las mismas atribuciones, derechos y humanidad que las más de
11.000 personas que siguen muriendo desde 2014, tratando de cruzar el Mediterráneo, para
huir del terror de los ejércitos de las coaliciones internacionales, de la represión de los
estados locales, de los escuadrones yihadistas y otras fuerzas de choque. O que las más de
470.000 personas que siguen muriendo hoy solamente en la guerra de Siria y las más de 5
millones que han tenido que huir del país. O que las más de 12.000 muertes en la
interesadamente olvidada guerra de Yemen, donde Arabia Saudí interviene impunemente
con las armas que España le ha estado vendiendo por valor de 900 millones de euros.
Familiares y personas allegadas aparte, quien realmente quiera verter lágrimas y demostrar
su humanidad, su compasión y su dolor ante esta violencia atroz, debería utilizar un pañuelo
bastante más grande que el de llorar a 15 personas.
La otra vertiente del crimen de Barcelona y Cambrils es la que interpela a la convivencia
social en nuestro país, la calidad de nuestras políticas de ciudadanía y de seguridad.
Todos los miembros captados para el atentado eran jóvenes de origen magrebí que formaban
parte de una estrecha pandilla de amigos, entre 17 y 22 años, en la pequeña y tranquila
localidad de Ripoll, en el corazón geográfico e histórico de Catalunya. Es más, entre ellos
había 1 trío y 3 parejas de hermanos, y varios eran primos entre sí. Ahora todo el mundo
habla de la integración de estos chicos en la comunidad y, ciertamente, el contexto está
bastante lejos de la degradación de los famosos “banlieu” franceses. La mayoría de ellos
tenía un trabajo y alguno incluso un salario superior a la media de su edad. Utilizando la
terminología de Nancy Fraser, no estamos tanto frente a un conflicto de redistribución, como
de reconocimiento.
Nuestras instituciones hablan de avanzados programas, importados de Francia o el Reino
Unido, para la prevención de la “radicalización” de jóvenes musulmanes. La queja, sin
embargo, es que estos programas “securitarios” consisten más en estrategias de control
social que de inclusión. Vivimos sociedades en las que la tolerancia, los amables
convencionalismos y los tratos “correctos” no tienen por qué ser una prueba de inclusión, y
no solamente en la gestión de la diferencia entre la llamada “comunidad musulmana” y el
resto, sino en la gestión de otros varios tipos de diferencias.
Está claro que la sectarización de esta pandilla de muchachos no se ha gestado en sus
familias, provenientes de una de las zonas más laicas de Marruecos. El padre de los Oukabir
respondía ante la prensa que “hasta hace un año mi hijo era normal, iba a las discotecas y
bebía alcohol...”. Tampoco del ambiente de la mezquita de su pueblo. Los jóvenes no eran
asiduos al culto y “el imam de las dos caras”, como le llaman ahora, hizo su trabajo de
proselitismo aparte. Es más, sus portavoces siguen quejándose de algo que siembra muchas
dudas sobre nuestra seguridad: nadie de las diferentes fuerzas policiales, que tanto control
reclaman sobre los centros de culto, les advirtió de sus antecedentes recientes de cuatro años
en prisión por tráfico de drogas y de que había sido investigado por su vinculación con
grupos yihadistas.
Al día siguiente del atentado el padre de los hermanos Hychami declaraba a un periódico
digital (El Confidencial) lo siguiente: “No los he visto. Hace 15 días que apagaron los
teléfonos y se fueron. Los he llamado 100 veces y no sé nada de ellos. Ni si están vivos o
muertos”. Por muy poco amigo de las fuerzas del orden que se sea, lo lógico es pensar que
un padre que ha perdido el contacto con sus dos hijos (uno de ellos menor de edad) por más
de una semana, busque apoyo en la comunidad y/o en la policía. Pero para ello tienen que
darse unas relaciones de confianza que constatamos siguen sin darse.
Por otro lado las amargas palabras del papá de los Hychami nos llevan a otra reflexión: más
allá de este caso concreto, muchos papás, no sólo de cultura musulmana, harían bien en
controlar menos a sus hijas y un poco más a sus hijos.
Como se decía en un comunicado de las organizaciones de la comunidad musulmana de
Catalunya “que un joven que ha nacido o ha llegado desde pequeño a Catalunya se rebele
contra el país y lo más preciado que tiene, que es su ciudad, quiere decir que tenemos un
verdadero problema, que no hemos de esconder (...) Por tanto, hemos de hacer autocrítica
todos, instituciones y comunidad, y cambiar muchas cosas que creemos que no se adaptan a
los tiempos que corren”.
Los medios describen la sorpresa y el desconsuelo de las familias, amistades, educadoras,
etc. cercanas a estos jóvenes. Toda la gente destaca detalles para subrayar que no eran chicos
problemáticos, y que nada hacía prever su rápida y dramática evolución. Refiriéndose al
autor material del atropello masivo, una de las educadoras de su infancia y adolescencia se
preguntaba en una tristísima y admirable carta pública “¿Cómo puede ser, Younes? No he
visto a nadie tan responsable como tú”. Efectivamente personas cercanas coinciden en
señalar grandes cualidades en el Younes Abouyaaqoub que conocieron. Cualidades dignas
de mejores causas, que por diferentes motivos, no llegó a encauzar.
Pero esto no es un fenómeno particular de este caso, ni de la comunidad musulmana de
Ripoll. En la sociedad individualista y desmembrada, en la que cada vez más vivimos, son
demasiado frecuentes casos en que el vecindario o la gente allegada de personas que han
resultado homicidas, maltratadores, violadores, etc., no hayan advertido nada y les
consideraban hasta ese momento personas correctas y educadas. Tenemos pocos
instrumentos para detectar derivas antisociales, entre otras cosas, porque vivimos en una
sociedad relacionalmente enferma en la que pautas “normales” de comportamiento se
distinguen cada vez menos de las pautas antisociales.
Fomentar espacios y relaciones comunitarias, inter-comunitarias, interseccionales, donde la
gente no solamente se conozca, sino que se “reconozca”, es una necesidad urgente, no sólo
para combatir el terrorismo, sino para sanarnos como sociedad. Los mensajes que se emiten
a menudo desde los medios de comunicación (los explícitos y, sobre todo, los implícitos)
nos hacen mucho daño en este sentido, no solamente a los colectivos infra-reconocidos, sino
al conjunto de la inteligencia social. Muchos medios y redes sociales se dedican a emitir
odio constantemente, pero son minorías reconocibles. Lo que es más difícil y mayoritario
son los mensajes de estigmatización y los prejuicios que se perciben como “normales”. La
contaminación que no distinguimos del oxígeno que respiramos.
Todo el mundo que mira estos días la reacción social y política a los atentados en Catalunya
coincide en aplaudir el inmediato y casi unánime llamado contra la islamofobia. Uno de los
hechos más positivos de estos días fue la reacción en las mismas Ramblas al día siguiente
del atentado, cuando grupos de antifascistas y gente del vecindario impidieron una
manifestación islamofóbica. Solamente un detalle empañó este acto, varios medios de
derecha conservadora, entre ellos El País, reportaron los acontecimientos como un
enfrentamiento entre radicales, en una visión calcada a la reacción de Donald Trump ante los
acontecimientos de Charlottesville.
Pero para combatir la islamofobia (y otras fobias) no bastan las manifestaciones. Es una
lucha cotidiana que hay que dar con persistencia e inteligencia en las entrañas de nuestra
sociedad. Es algo más fácil de decir que de llevar a la práctica. Este es el momento en que
todo el mundo hace buenos propósitos. Si estos se mantienen en el medio y largo plazo,
tenemos instrumentos, tejido social comprometido con la causa, ciertas potencialidades
políticas, etc. que nos permitirían llegar un poco más lejos en este camino.
Pero, a la vez, hay que ser conscientes de que solucionar algunos de los problemas de fondo
que aquí se han planteado requiere cambios estructurales en todos los planos de nuestra
sociedad, desde la política exterior, la responsabilidad económica global, las políticas de
seguridad, hasta la lucha por hacer mucho más vivibles nuestras ciudades y barrios. Y aquí
hay que ser conscientes de que encontraremos colosales resistencias, entre otras, de
poderosos agentes sociales, políticos y fuerzas de seguridad que ahora se manifiestan contra
el terrorismo.
Finalmente decirles que, mientras escribimos todo esto, tenemos muy presente que, aunque
desde contextos diferentes, muchos de los problemas y retos que les hemos descrito nos son
en el fondo comunes. Por eso es tan importante sentir su cercanía, porque va a ser cada vez
más necesaria para ayudarnos mutuamente a enfrentarlos.
Reciban un gran abrazo solidario, sin miedo, desde la “ciudad de los prodigios”.
Alex Guillamón, coordinador de Entrepueblos/Entrepobles/Entrepobos/Herriarte
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