Jaume Martínez Bonafé
Universitat de València
Siendo adolescente recibí un premio anual de poesía que se otorgaba entre
los estudiantes de los diferentes institutos de bachillerato de la ciudad.
Había escrito un poema al hombre de la guitarra, ese bello cuadro de la época
azul de Pablo Picasso. Siempre he creído que aquel premio se lo debo al hecho
de haberme enamorado de mi profesora de Literatura. Me encantaba escucharla,
aprendía de sus gestos y de la luz que irradiaban sus enorme ojos negros. Daba
igual el tema que tratara, yo deseaba que llegara el momento vespertino en que
la vería entrar por la puerta del aula. Ponía a circular sus palabras sobre
nuestras cabezas y el lenguaje se convertía en placer. También recuerdo –esta
es ya otra historia- un día de invierno en el patio de recreo de la escuela de
Benissanó. Estaba trabajando con mis alumnos de 8º de Enseñanza General Básica
los poetas de la generación del 27. Hablaba de la República, de la Barraca de
García Lorca, de la Residencia de Estudiantes, de las Misiones Pedagógicas, en
fin, del modo en que la calle se convirtió en un poema pedagógico. Y les
hablaba del modo en que su descubrimiento en las librerías de lance durante la
aventura de la clandestinidad bajo la dictadura franquista constituyó para mi
una de las emociones más intensas y un momento decisivo en mi biografía de
compromiso social. Pepín era un chaval poco brillante desde el punto de vista
académico. O sea, que su nicho ecológico estaba a bastantes leguas de lo que la
escuela le proponía. Pues aquel día en un rincón soleado del patio de recreo
Pepín se me acercó y me tendió en la mano una cuartilla doblada y me dijo:
¡quiero ser poeta!. Su rostro estaba encendido, y las miradas, a pesar de la
estatura, eran horizontales.
Supongo que se dan Uds. cuenta que no es de poesía de lo que estoy hablando
sino de enamoramiento. No hace mucho, en la presentación del programa de la XIV
Escola d’Estiu le escuché a Maite Larrauri algo de esto. Ella recurría al texto
de R. Barthes (Au seminaire) para hablar de una práctica educativa que no es ni
la enseñanza, ni el aprendizaje sino “el maternaje”, utilizando la acepción de
Barthes. Decía este autor que cuando un niño está aprendiendo a andar, la madre
ni discursea ni se pone a hacer demostraciones; no enseña –teoriza- el modo de
andar ni se pone a andar delante del niño: retrocede de espaldas y llama al
niño, le incita, le provoca, tejiéndose entre ambos el invisible hilo del deseo.
Creo que es una idea genial. Porque, en efecto, nos pasamos la vida –bueno, es
un decir, porque a veces parece que pasemos por la vida, pero vivir, no se si
la vivimos-; en fin, nos pasamos la vida en la Academia navegando sobre un
monótono oleaje de idas y venidas sobre la teoría y la técnica de la docencia,
y se nos olvida que es otra la generosa sabiduría de los buenos maestros y de
las buenas maestras. Es esa sabiduría que convierte el aula en objeto de deseo,
y nos provoca y nos hace buscar en un juego entre el reconocimiento de
la originalidad de los cuerpos, de los
textos, de las voces. Quizá Barthes hablara del erotismo de la conversación.
Tal vez por eso, cuando ahora envío a algunas
estudiantes de Pedagogía a las aulas donde trabajan mis amigos o mis amigas,
les digo: quizá lo de menos sea el programa, el proyecto de trabajo, el
contenido concreto de esa práctica. Lo importante es vivir con quienes os han
querido abrir la puerta de su propia complejidad para que caminéis hacia la
construcción del saber pedagógico apoyados en esos invisibles hilos del deseo.