El maestro y amigo Jorge A. Ortiz Mejía, desde Mérida, en la hermosa península de Yucatán, me manda este escrito de Graziella Pogolotti, una mujer con una biografía apasionante, de la que os diré, además de invitaros a indagar en internet, que mereció el Premio Nacional de la Crítica y las Artes de Cuba, entre muchas otras condecoraciones. Creo que su escrito nos ayuda, repensando la pedagogía, a pensarnos también como educadores.
Repensar la Pedagogía
Graziella Pogolotti
Nunca me he dedicado formalmente a los estudios de pedagogía. Pero, la realidad contemporánea exige el intercambio de saberes, entendidos éstos como aprendizaje adquirido a través de los libros y de la más rigurosa investigación científica y también como sistematización de las experiencias acumuladas a través de la vida. Todos hemos pasado por las aulas por un tiempo más o menos prolongado, y muchos hemos ejercido la docencia. Los procesos históricos se traducen en demandas sociales que modifican contenidos y destinatarios de la enseñanza. Aunque fueran ágrafas, las culturas tradicionales tenían su modo de transmitir las habilidades necesarias para la preservación del grupo y concedían particular jerarquía a los dueños de los grandes misterios.
Alojado en la casa de su maestro, el aprendiz medieval adquiría en ese contexto una formación integral. Junto al oficio incorporaba valores, formas de organización del trabajo y las reglas del juego, indispensables para desempeñarse en la vida.
Todo concepto pedagógico se remite a las especificidades de una cultura, de una cosmovisión y de una demanda social. Las tendencias a homologar fórmulas universalistas en los contenidos y en los modos de hacer conducen a la subordinación a los intereses de los poderes que han sido hegemónicos en cada etapa histórica. No se trata, desde luego, de instaurar un localismo retardatario, desconocedor prepotente del pensar contemporáneo. La clave del éxito no se encuentra al modo de “aldeanos vanidosos”, sino de inscribir el mundo en cada realidad concreta. En el origen de todo, la educación constituye una dimensión de la cultura.
Así lo comprendieron quienes forjaron el andamiaje ideológico con vistas a la gran batalla a favor de la independencia de la América nuestra, quienes dejaron sembrada la semilla de un proyecto verdaderamente emancipador, herederos de Rousseau más que del clásico iluminismo dieciochesco. Simón Rodríguez fue, a la vez, un precursor y un visionario. Sometida al dominio de la misma metrópoli, Cuba estaba atrapada en contradicciones nacidas de componentes de otra naturaleza. Semejante al continente al disponer de una capa social poderosa en lo económico, abierta a anchos horizontes en lo intelectual y capacitada para asumir el poder político, el desarrollo de una economía exportadora con base en la plantación y en la esclavitud, imponían cautela por temor a una insurrección como la de Haití. Para diseñar una estrategia a mediano plazo, había que edificar desde la educación, los sólidos cimientos del futuro.
La escolástica respondía a la omnipotencia de la iglesia y el estado. La letra encarnaba una verdad absoluta sin resquicios. Transmitida mediante prácticas memoristas, anulaba el sentido crítico en la política y en el pensamiento. Perduraba al margen del espíritu de una época iluminista que reconocía en la razón y en los sentidos las vías de acceso al conocimiento. La España borbónica se abrió con prudencia a los aires renovadores. En las colonias empezaban a entreabrirse las ventanas con Don Luis de Las Casas, el Obispo Espada y la formación de la Sociedad Económica de Amigos del País. Los criollos no desaprovecharon la oportunidad. En el Seminario de San Carlos y San Ambrosio se modificaban enfoques filosóficos y aparecía una cátedra de Constitución. El remolino de ideas duraría poco. En España se instalaba el autoritarismo más anacrónico, y el diputado Félix Varela no podría regresar a su país natal.
De todas maneras, en la Isla el panorama había cambiado. Distintas estrategias aseguraron el desarrollo y la circulación de ideas, apuntaladas en el obrar conjunto de cultura y educación. Olvidada durante algún tiempo, la tradición pedagógica cubana comienza a reivindicarse. Nos limitamos todavía, sin embargo, a evocar la secuencia Varela-Luz-Varona, sin analizar a fondo el sentido de las contribuciones de cada uno, según las demandas de un momento histórico preciso. Queda por estudiar el tránsito imprescindible a través de la República neocolonial, etapa de mayor complejidad que la precedente.
En efecto, el sistema educacional español, a diferencia del anglosajón, de inspiración protestante y requerido por ello del acceso directo de los feligreses a la Biblia, privilegió —en términos relativos— la formación de la cúspide en detrimento de la base. Prueba de ello, las universidades privadas de la América Latina precedieron a las ahora muy célebres norteamericanas, aunque el acceso al doctorado se restringiera a los centros de educación superior radicados en la Península. La escuela primaria, en cambio, fue escasa. Padeció el desamparo y un lento crecimiento. Se expandió paulatinamente en el siglo XX, aunque no llegara a cubrir todas las necesidades, sobre todo en los territorios rurales. Por razones económicas, los más pobres no llegaban a cumplir el ciclo de la enseñanza elemental, mientras el Ministerio de Educación se convertía en centro de corrupción.
La intervención norteamericana esbozó un proyecto de reforma educacional. La falta de centros especializados en la formación de maestros y la necesidad de crear nuevas escuelas condujo a formular un plan de preparación emergente. Para quienes tenían la preparación básica necesaria, se ofrecieron becas para cursos de verano, concebidos al efecto, en universidades norteamericanas. El poeta Regino E. Boti se encontraba entre los seleccionados. Dejó testimonio de esa experiencia en un diario aún inédito. Cuando el imperialismo se estrenaba con la guerra hispano-cubano-norteamericana y ocupaba Cuba, Puerto Rico y Filipinas, el modelo implantado en el país vecino seguía gozando de alto prestigio, aureolado por la eficiencia en el impulso a la modernización. Distanciados, críticos en ocasiones, los apuntes del escritor guantanamero denotan insatisfacción, que parece responder, ante todo, a un choque de culturas. La operación, concebida para viabilizar el trasplante de modelo, no tuvo los resultados esperados.
Algunas instalaciones educacionales siguen evocando nombres de pedagogos de la República neocolonial. Poco sabemos de ellos, de su acción y de su pensamiento. Y, sin embargo, en aquellos tiempos difíciles, de abandono y pobreza extrema, de bajos salarios, persistió una tradición viviente, portadora de principios éticos y de valores patrióticos. En su terruño de Yaguajay, Raúl Ferrer exigía que todos entraran descalzos para evitar exclusiones humillantes a los niños que carecían de zapatos. Alguna influencia norteamericana fue entrando lentamente a través de las escuelas privadas bilingües. A ellas acudían los hijos de ciertos sectores de las capas medias. En otro orden de cosas, la Facultad de Pedagogía incorporó un pensamiento de raigambre pragmática. Esa tendencia hubiera favorecido a la larga un predominio del utilitarismo que hubiera desplazado el ejercicio del pensar a favor del aprendizaje de habilidades perecederas, como todo knowhow, con el avance acelerado de la tecnología. Sin embargo, la tradición sirvió de contrapeso a los conceptos reduccionistas. Para bachilleres y graduados de las Escuelas Normales, los planes de estudio preservaron una visión humanista, integradora de conocimientos.
Confieso pertenecer irremediablemente a la era Gutenberg y disfrutar del placer sensorial de sopesar un libro entre las manos, de palpar la textura del papel y percibir el olor de la tinta fresca. No dejo de entender por ellos que estamos transitando hacia otra era. Entre otros peligros, asecha la robotización de las mentes en un universo cada vez más orweliano. Internet ofrece un ciberespacio infinito. Nos brinda el rápido acceso a datos de todo tipo. Su autoridad se impone como verdad irrebatible, atribuida otrora a la letra. Parece entregarnos un saber universal que traspasa distancias y fronteras tanto geográficas, como culturales. Todo depende del rigor y la ética del emisor. Las enciclopedias de empleo más extendido, no son confiables. Contienen errores e insuficiencias. Están diseñadas a partir de los supuestos gustos del consumidor. Los profesores perciben ya las repercusiones en el acomodo mental de los estudiantes, la investigación en las fuentes primarias por el “corta y pega” de referencias secundarias, enfermedad que está invadiendo el mundo académico, contaminado ya por la mercantilización del saber. Se instaura así un nuevo monopolio destinado a la manipulación de las inteligencias y a la producción de un subproletariado intelectual. En ese espacio ilimitado, de ilusorio ejercicio de la libertad, las voces alternativas se vuelven inaudibles y se descarta la presencia de las antiguas culturas que alguna vez fueron vencidas por la pólvora. Una sola filosofía de la vida se convierte en paradigma generalizado.
Más que tontería, es verdadero disparate cerrar las puertas al indetenible avance tecnológico. Como sucediera en los inicios de la era Gutenberg, cuando el saber salía de los monasterios para impulsar la preponderancia de las Universidades y la tierra fue circunvalada, hay que formular las bases de una pedagogía al servicio de las necesidades de la contemporaneidad. Hay que preservar los grandes tesoros de la infancia, la insaciable secuencia de los porqués, la alegría latente en cada descubrimiento, la imaginación, la creatividad y la capacidad de soñar. Hay que incentivar el espíritu crítico, en el entendido de que las verdades rara vez son absolutas, sujetas siempre a nuevas revelaciones y a distintos puntos de vista. Imaginación y creatividad impulsan lo que acostumbramos llamar inteligencia. Ambas cualidades no pueden amordazarse. Por eso un niño puede pintar el cielo de verde.
La educación en su conjunto debe instruir en el manejo de las herramientas básicas para el acceso al conocimiento, incluido los hábitos para la mejor convivencia social. Le corresponde, en gran medida, desarrollar facultades de observación, abrir los ojos a lo pequeño y a lo grande del universo que nos rodea para restablecer las interconexiones necesarias entre fenómenos de distinta naturaleza y desarrollar la capacidad de análisis y problematización de la realidad. Para el logro de esos fines, la tradición ha reconocido la primacía de disciplinas fundamentales como las matemáticas, la historia y la literatura, concurrentes para incentivar interrogantes, despejar procesos y estimular la creatividad de un sujeto activo.
El maestro es, ante todo, un creador. Representación de la sociedad, el aula contiene un cuerpo viviente, de composición diversa. En cada inicio de curso, habrá de redescubrir que no hay dos grupos con comportamiento idéntico y saber que habrá de trabajar con ellos despojado de rígidas ataduras procedentes de metodologías abstractas y, a veces, retóricas. El verdadero maestro (no abundan, pero tuve el privilegio de tenerlos) ejerce su autoridad sin autoritarismo y favorece un auténtico clima de respeto mutuo, eludiendo el paternalismo, subestimación involuntaria del otro. Para recuperar nuestra tradición pedagógica, hay que hurgar en su estudio, a fin de descartar versiones reduccionistas, limitadas a la reiteración de algunos axiomas y descubrir el espíritu oculto tras la letra. Los fundadores y quienes continuaron su obra más tarde, movidos por la voluntad de hacer una nación, abrevaron en todas las fuentes y las ajustaron a los requerimientos del contexto concreto, pensando en el presente con perspectiva de futuro.
El magisterio martiano, explícito a veces, se expresa también en las entrelíneas de la totalidad de su obra, por lo que no puede ser mutilada por la reiteración de citas extraídas de su contexto. Asimilado en su integralidad, habrá de estar presente en el hacer cotidiano del aula.
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