Jaume Martínez Bonafé
Quan Paco Ferrer va pujar aquella matinada al seu taxi per a iniciar la seua jornada laboral, ho tenia molt clar: ell era taxista com l'altre podia ser ferroviari i aquella del semàfor hostessa de congresos, però més enllà d'eixa condició laboral ell sabia que hi havia quelcom que li igualava en drets i responsabilitats amb les altres persones que s'encreuava pel carrer. Era la seua condició de ciutadà. El saludable costum d'escoltar Radio K. li va fer detindre's a reflexionar sobre les paraules d'un tal Gonzalo Anaya, que esgrimia la Constitució per a defendre que tots els xiquets tenen dret a ser educats, que segons el propi text constitucional volia dir desenrotllar plenament la seua personalitat sent cada dia més savis, més autònoms i més lliures. Deia Gonzalo que caldria preguntar-se si els mestres i les escoles estan complint amb aquest mandat constitucional. I que potser ensenyaren Matemàtiques o Llenguatge, però una altra cosa era si eixes Matemàtiques i eixe Llenguatge eren educatius –i no sols instructius-. Je, je, je, - van dir els entrevistadors en el programa, això no s'ho pregunta ningú, Gonzalo!! Així que Paco Ferrer va decidir aquell dia exercir la seua condició de ciutadà, és a dir, ser algú que pren en les seues mans la responsabilitat política de voler pensar i participar en els assumptes que ens concernixen a tots en l'esfera pública.
Després d'un parell de carreres des de l'aeroport a un hotel, i de l'hotel a la fira de no se que, se li van fer les deu. I va detindre el seu taxi en la primera escola pública que va trobar en el camí.
- Bones, - li va dir al Conserge, que sostenia el periòdic esportiu-. Vinc com a ciutadà a fer unes preguntes. Sap vosté si ací eduquen als xiquets? Vull dir, educar, no sols instruir, sap? El Conserge se’l quedà mirant com qui mira a un marcià i li va dir que avisaria a la Directora.
- Doncs com li deia al ciutadà Conserge, vinc ací a preguntar si s'està complint amb la Constitució. Realment em poden vostes. donar garantia que estan educand als xiquets en aquesta escola?
La directora li va dir que si era el pare d'algun alumne, i que no tenia el gust d'haver-lo vist abans per l'escola…
- No, no, no. El meu enfocament no és sectorial o corporatiu. No sóc pare ni vinc com a pare. Jo vinc com a poble. Simplement m'interesse per un assumpte que és de tots. Exercisc la meua condició ciutadana, …
Escolte, mire, va dir la directora …no em sobra el temps...
-Estimada conciutadana, sols li estic demanant una resposta. S'està complint en aquesta escola amb el dret que té tot xiquet a l'educació? Quins arguments i justificacions recolzarien la seua resposta afirmativa?
Mire senyor, jo no em fique amb el seu treball, deixe'm tranquil·la per favor.
Perplex i capficat el tal Ferrer va caminar fins al seu taxi. Va buscar una assemblea ciutadana però només va trobar la seua disfressa i mil paraetes particulars professionalitzant la política buida. A l'acudir a on hi havia molta gent es va adonar que ja no quedaven subjectes, doncs el neoliberalisme els havia convertit en individus consumidors, robinsons en el paradís de les grans superfícies comercials. I els de Radio Klara –lliure i llibertària-, com eren pocs i sense peles, havien tornat a posar la mateixa entrevista amb el Gonzalo Anaya.
viernes, 22 de abril de 2011
Amistad infantil
Jaume Martínez Bonafé
La niña regresó a casa con la carita triste y compungida. No fueron a la escuela sus dos amigas del alma. Menos mal, dijo, que todavía le quedaba una tercera, bueno, y también aquella otra, y la otra, en fin, que a pesar de todo pudieron jugar con sus cabañas y sus roles, y sus carreras con sus risas, y su desbordante imaginación, en las horas cortas pero intensas, del descanso entre las clases. Qué extraordinaria fuerza la de la amistad infantil. Por esos lazos invisibles se producen alianzas, rupturas, chantajes, emociones y lágrimas, distensiones y risas, odios de un instante, amores para siempre, obsequios, peleas, abrazos y arañazos.
La pequeña llegó un día a casa con un reloj en la muñeca de un valor superior a los cien euros y a su padre, que vio su primer Omega el día que tomó la Primera Comunión, le dio un vuelco el corazón. Se lo había regalado su querida amiga Estela, le dijo. Y a él no se le ocurrió otra pregunta que decirle: y tu que le diste a cambio? Estúpido reflejo de las miserias y los fantasmas del adulto. Los niños saben muy bien cual es el valor de uso de las cosas, el sentido que tienen para ellos en ese momento, el apego o el desprecio con que las miran según el día, la situación, el contexto, el humor, la vida misma. Y del valor de cambio no quieren saber nada. Ni de las plusvalía ni los tantos por cientos. Por eso en la amistad infantil no existe la moneda. En todo caso, el trueque. Ese surrealista intercambio de sentimientos y deseos por el que puedo acabar dándote toda mi colección de cromos porque al menos esta tarde te sientes a mi lado. Ah!, cuánto calor y cuánta vida intensamente vivida en el interior de ese gélido decorado cartón piedra, de esa nevera institucional llamada escuela.
Todos los días entran por la puerta del aula un montón de vidas, de vidas vividas, de vidas intensas, de vidas particulares, de vidas únicas e irrepetibles. Pero a menudo tienen que esconderse tras las mochilas, los pupitres, los cuadernos y los libros de texto, para representar el teatro de la escolarización. Un espacio y un tiempo escolar y curricular lineal, burocrático y autoritario. Por ahí no cabe tanta vida, tanta complejidad, tanto mundo. Por eso los sentimientos de amor y amistad son casi clandestinos, guardados para cuando el ojo del gran hermano nos da la espalda frente a la pizarra. Sin embargo, en muchas ocasiones son esos sentimientos los que mueven los invisibles hilos del deseo en los que apoyamos nuestros pasos inseguros hacia el aula. Son esos los sentimientos que ponen en marcha los cuerpecitos de tantos niños y niñas que corren hacia la escuela. (Bueno, correr corren unos cuantos, que otros muchos van transportados en coches y autobuses que se disputan de buena mañana la irritación de la ciudad bendecida de asfalto) ¿Por qué hemos de dejar la vida aparcada a la puerta de la escuela? ¿Por qué han de dejarla también los maestros y las maestras? ¿Es tan difícil un programa escolar a la medida de los sentimientos y deseos de quienes estamos dentro del aula? Claro que no, otros lo hicieron antes y nos ayudaron al reflexionar sobre su práctica y escribirla. Así lo hizo Dewey, que tomaba la experiencia de vida para construir el programa escolar. Así lo hizo Freinet, que iniciaba las clases abriendo las ventanas a los textos libres con los sueños de los niños y niñas. Así lo hizo Freire, que partía del mundo y de la vida campesina para iniciar la lectura alfabetizadora. Y tantos y tantos otros. Y con ellos muchos de nosotros ahora mismo. Ya lo se. No, no es tan difícil. Quizá no nos damos cuenta que la principal dificultad está precisamente en lo contrario: en hacer que los niños se interesen por algo ajeno a sus emociones y a sus particulares experiencias. Esperar atención de alguien a quién la lección del maestro interrumpe los latidos del alma agitada por el juego de la amistad.
Puede que ustedes me digan, como San Ignacio de Loyola, que para eso está la pedagogía, para disciplinar el alma. Que el mundo de los adultos es una cosa y el mundo de los niños otra bien distinta, y que es necesaria la pedagogización que haga crecer a niños y niñas rectos como un palo hacia la virtud y las buenas letras. ¡Qué me van a contar, si andamos todos tatuados con ese histórico deseo autoritario y esa clara epistemología fallida!.
La niña hizo los deberes y guardó, en ese explícito ritual de cada noche sobre la mesa de la cocina, sus libros y libretas en la mochila escolar. Pero escondió en el bolsillo de su anorak la foto de su perro. Para mañana, cuando vaya al colegio.
La niña regresó a casa con la carita triste y compungida. No fueron a la escuela sus dos amigas del alma. Menos mal, dijo, que todavía le quedaba una tercera, bueno, y también aquella otra, y la otra, en fin, que a pesar de todo pudieron jugar con sus cabañas y sus roles, y sus carreras con sus risas, y su desbordante imaginación, en las horas cortas pero intensas, del descanso entre las clases. Qué extraordinaria fuerza la de la amistad infantil. Por esos lazos invisibles se producen alianzas, rupturas, chantajes, emociones y lágrimas, distensiones y risas, odios de un instante, amores para siempre, obsequios, peleas, abrazos y arañazos.
La pequeña llegó un día a casa con un reloj en la muñeca de un valor superior a los cien euros y a su padre, que vio su primer Omega el día que tomó la Primera Comunión, le dio un vuelco el corazón. Se lo había regalado su querida amiga Estela, le dijo. Y a él no se le ocurrió otra pregunta que decirle: y tu que le diste a cambio? Estúpido reflejo de las miserias y los fantasmas del adulto. Los niños saben muy bien cual es el valor de uso de las cosas, el sentido que tienen para ellos en ese momento, el apego o el desprecio con que las miran según el día, la situación, el contexto, el humor, la vida misma. Y del valor de cambio no quieren saber nada. Ni de las plusvalía ni los tantos por cientos. Por eso en la amistad infantil no existe la moneda. En todo caso, el trueque. Ese surrealista intercambio de sentimientos y deseos por el que puedo acabar dándote toda mi colección de cromos porque al menos esta tarde te sientes a mi lado. Ah!, cuánto calor y cuánta vida intensamente vivida en el interior de ese gélido decorado cartón piedra, de esa nevera institucional llamada escuela.
Todos los días entran por la puerta del aula un montón de vidas, de vidas vividas, de vidas intensas, de vidas particulares, de vidas únicas e irrepetibles. Pero a menudo tienen que esconderse tras las mochilas, los pupitres, los cuadernos y los libros de texto, para representar el teatro de la escolarización. Un espacio y un tiempo escolar y curricular lineal, burocrático y autoritario. Por ahí no cabe tanta vida, tanta complejidad, tanto mundo. Por eso los sentimientos de amor y amistad son casi clandestinos, guardados para cuando el ojo del gran hermano nos da la espalda frente a la pizarra. Sin embargo, en muchas ocasiones son esos sentimientos los que mueven los invisibles hilos del deseo en los que apoyamos nuestros pasos inseguros hacia el aula. Son esos los sentimientos que ponen en marcha los cuerpecitos de tantos niños y niñas que corren hacia la escuela. (Bueno, correr corren unos cuantos, que otros muchos van transportados en coches y autobuses que se disputan de buena mañana la irritación de la ciudad bendecida de asfalto) ¿Por qué hemos de dejar la vida aparcada a la puerta de la escuela? ¿Por qué han de dejarla también los maestros y las maestras? ¿Es tan difícil un programa escolar a la medida de los sentimientos y deseos de quienes estamos dentro del aula? Claro que no, otros lo hicieron antes y nos ayudaron al reflexionar sobre su práctica y escribirla. Así lo hizo Dewey, que tomaba la experiencia de vida para construir el programa escolar. Así lo hizo Freinet, que iniciaba las clases abriendo las ventanas a los textos libres con los sueños de los niños y niñas. Así lo hizo Freire, que partía del mundo y de la vida campesina para iniciar la lectura alfabetizadora. Y tantos y tantos otros. Y con ellos muchos de nosotros ahora mismo. Ya lo se. No, no es tan difícil. Quizá no nos damos cuenta que la principal dificultad está precisamente en lo contrario: en hacer que los niños se interesen por algo ajeno a sus emociones y a sus particulares experiencias. Esperar atención de alguien a quién la lección del maestro interrumpe los latidos del alma agitada por el juego de la amistad.
Puede que ustedes me digan, como San Ignacio de Loyola, que para eso está la pedagogía, para disciplinar el alma. Que el mundo de los adultos es una cosa y el mundo de los niños otra bien distinta, y que es necesaria la pedagogización que haga crecer a niños y niñas rectos como un palo hacia la virtud y las buenas letras. ¡Qué me van a contar, si andamos todos tatuados con ese histórico deseo autoritario y esa clara epistemología fallida!.
La niña hizo los deberes y guardó, en ese explícito ritual de cada noche sobre la mesa de la cocina, sus libros y libretas en la mochila escolar. Pero escondió en el bolsillo de su anorak la foto de su perro. Para mañana, cuando vaya al colegio.
domingo, 3 de abril de 2011
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