Los complejos campos sociales en los que me he movido -por volver a Bourdieu- son los que, seguramente, hicieron que escolarizara a mi hija en una escuela pública de línea en valenciano, es decir, cuya lengua vehicular fuera el valenciano, denominación con la que aquí nos referimos a la lengua catalana. Cuestioné en su momento -1983- la Llei d’Us i Ensenyament del Valencià porque me parecía insuficiente, pero celebro ahora un marco legal que ha permitido algo muy elemental: que la lengua normal en la familia y en la calle pueda ser la lengua normal en la escuela. Y aunque los informes vienen señalando el largo camino que todavía queda por recorrer, el avance en la normalización lingüística es importante. En el área territorial y lingüística catalana otros territorios con otro marco jurídico tienen todavía un avance mayor. En el caso de Catalunya, todos los informes que he leído vienen a confirmar que el proceso de normalización e inmersión goza de buena salud, aunque en todos se reconoce también que todo podría ir mejor si la política cultural española fuera otra. Y los sucesivos estudios que se publican en el País Valencià confirman que el alumnado que ha estudiado en programas de inmersión acaba conociendo y usando correctamente las dos lenguas oficiales en todos los registros: escuchar, hablar, leer y escribir. En cambio, otros programas lingüísticos no han podido garantizar el conocimiento de la lengua minorizada.
Por eso, déjenme que entre en cuestión, es irritante el modo en que algunos políticos y otros expertos tratan la cuestión de la lengua y la complejidad cultural, desde atalayas o mesetas particulares con miradas simplificadoras sobre cuestiones tan complejas. No recordaré el punto de partida -aunque quizá la desmemoria esté en el origen del problema-, pero para quien fue niño de familia catalanoparlante en las escuelas del nacional-catolicismo y maestro militante de la renovación pedagógica en los años setenta en el País Valencià, es una provocación la simplificación con que se analiza hoy el enorme esfuerzo del movimiento de enseñantes por recuperar y normalizar el uso de la lengua, y una enorme miopía no darse cuenta del papel que está jugando la escuela en ese proceso de normalización, especialmente en el caso valenciano donde ni la política de los gobiernos ni los medios de comunicación han estado a la altura del enorme esfuerzo cultural y profesional de la mayor parte del profesorado. Un esfuerzo ilusionado al que se han sumado muchos ayuntamientos, asociaciones y movimientos sociales, sindicatos y partidos políticos.
Exasperan igualmente las premisas falsas. Decir, por ejemplo, que las lenguas coexisten en igualdad de condiciones, desde luego no es el caso del castellano y valenciano; como exaspera la irresponsable creatividad de una burocracia política que, con desprecio de los datos, informes y valoraciones, abre marcos legislativos que dan juego a una absurda batalla lingüística: inglés contra valenciano, valenciano contras castellano. En todos los casos con ausencia total de una elemental reflexión pedagógica que vendría a reconocer el enriquecimiento educativo que para un niño tiene una formación multilingüe. Siempre celebré, en el crecimiento educativo de mi hija, ahora trilingüe, el punto de partida de una escolarización en dos idiomas. Por eso solo puedo entender como una forma de hostilidad política y cultural del Partido Popular, la imposición en la LOMCE del castellano como lengua vehicular y de aprendizaje en los centros educativos, incrementando lo que ya era una preocupante suma de procesos judiciales a las escuelas.
Frente a esa especie de reduccionismo esencialista para la lengua de la escuela, me atrevo a afirmar que en los territorios del Estado español donde ha habido que enfrentarse al problema de la escolarización en dos o más lenguas, los estudios e investigaciones desarrollados a lo largo de décadas han enriquecido no solo el trabajo sobre la enseñanza de la lengua, sino el proceso reflexivo sobre el sentido de la escuela y las posibilidades de innovación educativa. En las experiencias que conozco, el debate lingüístico fue siempre acompañado de un debate más amplio y complejo sobre las políticas y prácticas de renovación pedagógica.
Finalmente, no deja de ser desesperante la mirada miope y fragmentaria con la que se analiza el proceso de inmersión en la escuela, sin relacionarlo con la salud y pervivencia con que la misma lengua se instala en el más amplio marco social. Para quien ha visto durante 22 años seguidos a la alcaldesa de la ciudad utilizar en contadas ocasiones una forma muy particular de valenciano de un modo insultante, y ha padecido/celebrado/combatido (ustedes me disculparán) el cierre del canal de televisión autonómico (aquello que se llamó Canal 9), entenderán que resulte enojoso encontrarse con simplificaciones sobre el debate cultural y lingüístico a la altura de aquel presidente que decía hablar determinada lengua cooficial solo en la intimidad.
Por eso, ante la obsesiva búsqueda (habría de nuevo que recordar a Bourdieu) de un Pacto, Acuerdo, Compromiso o Consenso sobre la educación en nuestro país, me atrevo a improvisar unas notas relacionadas con el asunto de la escolarización multilingüe. Amplitud, publicidad y paciencia. Amplitud, porque este asunto que arrastra décadas de preocupaciones no se cierra con cuatro reuniones, y menos todavía, como se pretende, entre responsables de las organizaciones políticas parlamentarias, sometidas a la lógica del electoralismo, pura patología de eso que se llamó la vieja política. Una sociedad democrática debe saber articular procesos de participación, debate y toma de decisiones, en los que diferentes y plurales espacios y agentes puedan formular con claridad sus posiciones, diversas, divergentes, enfrentadas en muchas ocasiones por responder a posiciones en el campo social también enfrentadas.
Publicidad, para denotar el nivel de creatividad e imaginación y la capacidad de esfuerzo, estudio y reflexión de quienes se sienten autorizados para negociar el asunto. En educación, reforma tras reforma, nos hemos sorprendido con normativas institucionales y legislativas que parecían responder antes a la ocurrencia de un opinador radiofónico que al resultado de un debate sosegado y en profundidad sobre el sentido del cambio. Y paciencia, porque en este caso hay un buen camino iniciado y es mejor seguirlo mientras tanto antes que inventar.